RIVALIDAD
¿Que no te he contado nunca esa historia de las putas? Qué raro, hermano, si desde hace más de una semana la vengo repitiendo a cuanta alma se me ha puesto delante. De tanto contar y recontar que ya la puedo recitar de pura memoria. ¿No la has oído, en serio? Pon atención entonces, que nada más para tu gusto la cuento de nuevo.
Fue en uno de esos callejones de gente pobre que se caen por pedazos, que hay tantos cerca del cementerio, en los Barrios Altos, y no en un burdel propiamente dicho. Como sabes, vivo cerca de la Plaza Italia. Para llegar hasta allí hay que andar unas siete u ocho cuadras, y cuesta arriba como si se tratase de subir un cerro; pero vale la pena el esfuerzo porque al final la recompensa es dulce y cuesta menos que ir al Callao. Las dos mujeres viven apenitas a po-cos metros una de la otra. Una se llama Chabuca y tiene veintidós o veintitrés años. La otra le dobla por lo menos en edad, y —te juro que ése es su nombre— se llama Angélica. Voy a referirme a ellas una a una, comenzando por la vagina más vieja.
La señora Angélica, como es conocida entre sus vecinos, o simplemente la Angélica, como es para nosotros sus clientes, tendrá entre cuarenta y cuarenticinco años. A esa conclusión llega uno por las patas de gallo que hay en los ángulos externos de sus dos grandes ojos, por algunas arrugas en la parte posterior del cuello; pero fuera de eso, tiene muy bien cuidadas la piel y la figura, que es un caramelo. Su piel es todavía tersa, y es tan blanca que llega a deslumbrar. Su culo es carnoso y firme, y cuando anda metido en un pantalón ceñidito es exactamente igual a una pera de agua. Tiene boca chica, pero carnosa y roja, los ojos negros muy grandes y el cabello corto y teñido de rubio.
Casi siempre anda en pantalones muy ajustados, zapatos de taco alto, blusas que dejan al descubierto los dos hombros blancos y perfectamente redondos. A menudo se coloca unos aretes gran-des, de esos que usan las gitanas que a veces vemos en el Parque Universitario. Total, con un atuendo así se le adivina el oficio de inmediato (la verdad sea dicha, a ella le importa un pepino que se le adivine), pero no vayas a pensar que se arregla de ese modo para enganchar clientes en la calle; no lo necesita, pues tiene una clientela más o menos fija, y hasta podría decirse bastante devota. La costumbre de usar trajes llamativos, me dijo en una ocasión, la había adquirido cuando recién comenzaba; desde entonces le cues-ta trabajo cambiar.
Vive completamente sola, sin marido, sin conviviente, sin hi-os, en un cuartucho que ha dividido en tres ambientes con unas cortinas de tela floreada. La primera pieza es lo que los clientes llamamos pomposamente “la sala de espera”, y tiene un insólito objeto de lujo: una araña de cristal; de segunda mano, por supuesto; pero con todo una verdadera araña de cristal. Bajo su profusa luz, para matar el tiempo mientras esperamos el turno, los clientes solemos jugar alguna mano alrededor de una mesa de comedor o tomarnos una ronda de cerveza. La siguiente pieza es indescrip-tible; bastará decir que allí prepara sus comidas, hace su rutina de limpieza después de cada cliente, y es también allí adonde vamos a achicar la bomba. La pieza del fondo es ya el ring propiamente dicho, la cancha del partido, el salón para el tango. Un dormitorio estrecho, donde apenas hay una cama de metal, una cómoda, una silla, y después prendas de mujer tiradas por todo lado. Al centro, colgado de los tablones viejos del techo, un foco de 50 bujías que apenas alumbra mejor que una vela. Al colocar un foco de tan baja potencia, parece como si la Angélica hubiera querido dar algún toque de intimidad a las transacciones que hacemos allí, en ese cuarto, pero a veces sospecho que la razón es otra, que la Angélica teme revelar su desnudez bajo una iluminación más fuerte, que no permitiría concesiones de ninguna clase.
La otra prostituta, la Chabuca, es de estatura más bien baja, pero tanto o mejor dotada que la Angélica. Carne firme, joven; piernas fuertes; el pubis un poco abultado que delata los estragos de mucha monta y de dos partos. Tiene pelo negro, la piel algo morena, rostro ovalado y una nariz delgada, de perfil delicado. La boca es pequeña, con una expresión siempre hosca; la mirada acerada, penetrante. Su rostro recuerda vagamente al de un halcón. Hasta hace cosa de cuatro años vivió con un matón de a de veras, que ahora está en prisión purgando una sentencia que ella hubiera querido que fuese a perpetuidad. Del primer parto nació una niña; murió al mes de nacida. Después vinieron los gemelos, que ahora tienen cinco o seis años. Uno de los gemelos se llama Beto y el otro Freddy; son tan igualitos que nunca he podido distinguir al uno del otro. A ellos se les permite andar por toda la casa con excep-ión del vedado cubículo de su madre, donde a ella la ensillan y la hacen correr el Clásico Pellegrini.
Te parecerá seguramente raro, hermano; hasta dirás que tengo gusto torcido, pero mi primer amor, mi primera querencia, por así decirlo, fue la Angélica. Sabía que había dos de su clase en el mis-mo callejón, y que la otra era más joven, más bonita, más provo-cativa, pero la elegí a ella. Todavía ahora la prefiero antes que a la Chabuca, y sólo cuando está demasiado ocupada, quiero decir cuando hay que hacer mucha cola, me resigno y voy donde la madre de los gemelos. No soy el único que tiene esa preferencia. La Angélica no ofrece promesas que su competidora más joven no pueda ofrecer —y quizás más y mejores—, pero el sexo no siempre es lo único que los hombres buscamos en las rameras. Muchos de los que van a los burdeles o sus sustitutos son hombres que tienen una pena o una soledad grande o no son felices entre los suyos. Van a los brazos de las rameras no porque realmente necesiten aplacar ese ardor de abajo del vientre, sino porque buscan en ellas algo que no han podido encontrar en su propia casa: afecto, cariño, desahogo, qué sé yo. Por mi lado, confieso que la mayoría de las veces que voy donde la Angélica lo hago para no ahogarme en esa depresión maníaca que el doctor dice que tengo.
Y en Angélica siempre encuentro algo parecido al calor mater-nal, una cierta gentileza o ternura extra que, desde un punto de vista estrictamente profesional, no está en la obligación de dar. No soy su único cliente, ni siquiera su cliente predilecto, de manera que es de suponer que los demás también son favorecidos con algo parecido. En cambio nada de esto puede hallarse en la otra, en la Chabuca. Es una yegua de lo mejor, tan hábil por naturaleza como sabia por experiencia, y puede hacer y está siempre dispuesta a hacer cuanto a mi fantasía erótica se le ocurre pedirle, pero se ciñe a pies juntillas a lo que le exige su oficio: el uso y abuso de su cuerpo y nada más. Uno puede sentir la lava que viene de su carne, de sus manos, de su boca, pero su corazón está cerrado a todos igual que una heladera. Esta actitud parece obedecer más a una pobreza o insensibilidad del espíritu que a la falta de experiencia. Por otro lado, siempre he dicho que la Chabuca se parece a un halcón, por su mirada acerada y penetrante y sus actitudes muchas veces impacientes. A nadie le gustan los halcones excepto a los ca-zadores, que no somos.
La Angélica es charapa, pero ha pasado tantos años en El Callao y en Lima que ha perdido el acento característico de la gente de Iquitos, aunque conserva todavía cierto calor tropical en el timbre de su voz. Al parecer, ha estado alguna vez casada y ha tenido dos hijos. Una vez le pregunté sobre los hijos, que dónde viven ahora, que de qué viven, y la Angélica en respuesta dijo que hace tiempo que murieron. Lo dijo con cierto tono de despecho, un tanto amargada, por lo que deduje que no murieron de verdad, sino figurativamente, nada más para ella. Había comenzado a pros-tituirse muy jovencita, pero no recuerda exactamente por qué. Sólo recuerdo que necesitaba la plata, dijo, ¿para qué quieres saberlo? Le dije que me había acostado varias veces con una chibola que vendía el cuerpo sólo para poder comprar cosméticos con el dinero. Yo no soy de esa calaña, afirmó la Angélica, al menos debió haber tenido la decencia de hacerlo por cosa de la miseria.
Si poco sé de la vida de la Angélica, menos sé de la de la otra; la Chabuca no es del tipo de mujeres que gustan de la conversación. Pero entendí mejor su necesidad de prostituirse: los gemelos.
En la casa de la Chabuca es un tabú mencionar el nombre de la Angélica. La razón parece obvia: se siente humillada porque su competidora, a pesar de tener el doble de su edad, atrae más clientes que ella. Hubo un tiempo en que estuvo sometida en se-creto a una curación, por un caso de blenorragia o cosa por el estilo. De alguna forma el secreto se conoció y los clientes dejaron de frecuentarla por un buen tiempo. La Chabuca siempre insistió en que fue la Angélica la que hizo correr la bola, pero sé que ella no es capaz de una cosa tan baja.
La Angélica es una mujer muy sola. Supongo que toda mujer necesita volcar su instinto natural de madre hacia alguien. Las niñas pequeñas, aún no hechas mujeres, sienten ya esa imperiosa necesidad cuando juegan con sus muñecas. Con mayor razón y más fuerza la debe sentir una mujer madura y solitaria como es la Angélica. Parte de su afecto maternal nos la da a sus clientes, pero nosotros no somos precisamente el recipiente más satisfactorio para tal afecto. Sucedió entonces lo más natural: se interesó en los pequeñines de la Chabuca. A espaldas de la madre, empezó a darles subrepticiamente dulces y helados, a comprarles pequeños regalos como picapicas y talco en Carnaval y cuetecillos en Año Nuevo. Desde luego, algo así no pudo pasar inadvertido para la Chabuca por mucho tiempo, sobre todo cuando a los gemelos se les ocurrió llamar a su bienhechora, cada vez que pasaba delante de la puerta de la casa, “la tía Angélica”. Las fricciones entre las dos mujeres comenzaron a adquirir un carácter francamente abierto y fueron convirtiéndose paulatinamente en rutina, hasta que hace dos sema-nas esta hostilidad erupcionó como un volcán. Fue en la noche de un miércoles, día de poca clientela. Fui a donde la Angélica a eso de las once, con la idea de pasar el resto de la noche en su crujiente cama de metal. A mi llegada encontré el callejón todo revuelto. Pregunté a uno de los que viven allí qué pasaba: el hombre se enco-gió de hombros. Pelea de putas, dijo. Me abrí paso entre el montón de curiosos que no hacían nada por separar a las dos mujeres hasta el escenario de la mechadera. La Chabuca estaba perfectamente vestida, pero la Angélica tenía puesta nada más que una vieja bata: debajito estaba tal como la había parido su madre, toda calata. Por eso es que los mirones estaban más interesados en avivar la riña que en apaciguarla. Después de no poco esfuerzo, empujando y ja-lando, logré separar a las dos; y como la Chabuca era la más beli-cosa, la llevé primero, medio arrastrándola, hasta su cuarto. Allí la dejé jadeando, colorada por el calor de la pelea, escupiendo obsce-nidades. En seguida volví y convencí a la Angélica a entrar en el suyo; eso ya fue menos difícil. La hice sentarse en uno de los viejos sofás de la “sala” y le serví una copa de coñac. Bajo la deslum-brante luz de la araña de cristal, la mujer tenía en desorden el pelo teñido, la bata desabotonada hasta dejar los senos casi al descu-bierto, el rostro sofocado, los ojos brillantes aún de cólera. Mientras tomaba su coñac alcancé a ver en el piso dos cochecitos de plástico, uno de ellos ruedas arriba y el otro casi perdido debajo de un mueble. Los gemelos, me dije.
Al fin, se calmó y me contó el porqué de la bronca. Había comprado los cochecitos y se los había dado a los gemelos en la tarde. Poco antes de mi llegada, cuando estaba en la cama con un cliente en pleno plan de negocios, la Chabuca llamó beligerantemente a la puerta, la Angélica fue a abrir, la Chabuca le aventó los juguetes casi a la cara, y delante de la gente que para esas cosas sí no se demora en reunirse, comenzó a insultarla. El cliente se escabulló, para no meterse en líos sólo por putas, y las dos se fueron a las manos.
Mala madre tenía que ser para no acordarse del cumpleaños de sus propios hijos, dijo la Angélica, ya completamente en calma. Ahora parecía un poco abatida.
Alguien golpeó tímidamente la gastada puerta de madera. La Angélica levantó el rostro, las patas de gallo se le veían claramente a la luz de la araña a causa del maquillaje deshecho, y me miró con una expresión como si dijese: ¿quién podrá ser? Fui a abrir, mientras ella se abotonaba la bata. Uno de los gemelos estaba parado delante del umbral y el otro varios pasos detrás suyo. Ignoro cuál de ellos era Beto y cuál Freddy, pero poco importa ese detalle. ¿A qué habrán venido?, me dije asombrado, al darme cuenta quiénes eran nuestros visitantes. El gemelo que estaba parado delante de la puerta abierta, una hosca criaturita, no tenía idea de dónde debía tener las manos. Estuvo unos minutos en el umbral sin decir una palabra. Luego se volvió de repente y echó a correr, seguido por su hermano, que todo ese tiempo había permanecido en las sombras. Los seguí con la mirada hasta verlos desaparecer dentro de su propia casa y luego cerré la puerta, conmovido. Cuando me volví hacia la Angélica vi que también había comprendido el significado de tan extraño gesto, y sentía lo mismo que yo, pero mucho más profundamente. Tenía aquellos ojos negros de nuevo muy brillantes, esta vez por la humedad que había en ellos.
Me senté a su lado; le toqué las manos. Tiene unas manos pequeñas y regordetas, con anillos en varios de los dedos.
¿No son unas preciosidades?, dijo ella; la voz se le quebraba. Lo son de veras, dije nada más para darle satisfacción. La Angélica me apretó la mano en un gesto de agradecimiento.
No es que me avergüence de ser una ramera, dijo luego de un rato, con cierto dejo de tristeza, pero no te imaginas cuánto me alegra que los hijos de mi hija no fueran hembras. . . .
Había oído antes rumores acerca de un supuesto parentesco entre la Angélica y la Chabuca, pero era la primera vez que alguna de ellas me lo confirmaba de sus propios labios.
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